Reescribir nuestra historia





Cuando conocí a mi marido, nunca imaginé que nuestra historia sería un viaje tan complejo y lleno de altibajos. Desde el principio, hubo una conexión inexplicable entre nosotros, como si nuestras almas se reconocieran de antes. De hecho, habíamos coincidido en los mismos lugares durante muchos años, décadas incluso, y había pruebas de ello. A las pocas semanas de salir, pasamos de 0 a 100 sin saber ni cómo, pues ninguno de los dos quería un compromiso en ese momento, pero así es la vida a veces.


Nos sumergimos en una relación llena de aventuras, viajes, locuras y complicidad, y luego la convivencia. Éramos el complemento perfecto: un signo de aire que traía acción y locura, y un signo de tierra para hacernos volver a nuestro centro. Unidos por la música y por un montón de cosas en común, a pesar de ser tan distintos a veces y tener diferentes formas de ver la vida, aunque compartíamos valores y principios férreos. 


Pero incluso en medio de la felicidad, llegaron los desafíos. A los dos años y medio de relación, la pérdida de nuestro primer bebé en un aborto retenido sacudió los cimientos de nuestra relación, exponiendo nuestras vulnerabilidades y miedos más profundos. Nos aferramos el uno al otro en medio de la tormenta, encontrando consuelo en el amor que compartíamos, a pesar de sentirnos incomprendidos por nuestro círculo. Fue nuestra primera crisis superada. Pero pronto vendría nuestro pequeño, que nos pondría el mundo patas arriba, ya que nos encontraríamos con mi marido experimentando la novedad de su paternidad, yo mi segunda maternidad con 8 años de distancia, lejos de casa sin ayuda de la familia y para más inri, organizando una boda y llevando un negocio. No era fácil.


Luego vino la boda. Las tensiones familiares por como organizar la boda y quién debía asistir, amenazaban con fastidiarnos el momento, pero elegimos priorizarnos a nosotros mismos y a nuestra pequeña familia. Y en una boda íntima y muy auténtica, celebramos nuestro compromiso de enfrentar juntos cualquier obstáculo que se interpusiera en nuestro camino. No fue la boda de nuestros sueños, pero lo importante de ese día era la promesa que nos hacíamos.


Todo parecía volver a ir bien entre nosotros: nuestros hijos crecían, teníamos un negocio próspero, nos apañábamos... Sin embargo, la vida tenía otros planes para nosotros. Una enfermedad crónica autoinmune se interpuso en mi camino, desafiándome a redefinir mi identidad y mis prioridades. En aquel entonces, mi enfoque giraba en torno a cómo enfrentaría el próximo día y en desempeñar mi papel de madre. Me esforzaba por cumplir con todo, pero resultaba frustrante cuando mi cuerpo no respondía como deseaba. Tuve que ajustar mi mentalidad, controlar mi hiperactividad y mi obsesión por planificar cada detalle. Acepté que las cosas serían diferentes a partir de ese momento. No significaba ser menos madre o menos mujer, sino reconocer que habría días en los que mi cuerpo establecería sus propios límites para lidiar con las circunstancias. Experimentaba altibajos constantes, pasando de momentos de gran energía a otros de agotamiento extremo, inflamación y dolor. Al final, todo se redujo a un profundo cambio de mentalidad, a rendirme ante la realidad y fluir mientras aprendía a escuchar las necesidades de mi cuerpo. 


Mientras luchaba por encontrar mi lugar en el mundo y sobrellevaba el duelo de aceptar esas nuevas limitaciones, mi marido se alejaba buscando su espacio y distracción con sus amigos. Quizá era su forma de evadirse porque no sabía cómo gestionar esa situación. Me sentía cada vez más sola, menos deseada, menos mujer y más cansada. En este proceso, también me tocó enfrentar el desafío de que mi marido comprendiera y aceptara esta nueva situación sin hacerme sentir culpable de ella, dado que ya me culpaba lo suficiente a mí misma. El cambio no solo impactó mi vida, sino también la suya y la de nuestros hijos. Requería un ajuste para toda la familia. Aceptar que las cosas ya no serían como antes, al menos no todos los días, implicaba un proceso de comprensión y apoyo mutuo que demandaba tiempo y muchísima paciencia.


A pesar de mi voluntad de seguir adelante y hacer crecer nuestro negocio, mi marido optó por no invertir más, debido a su aversión al riesgo y tal vez también por el agotamiento. Fue un momento desafiante para ambos, porque tuvimos que tomar una decisión compleja. Debíamos empezar de cero, aceptar nuestras diferencias y apoyarnos mutuamente en nuestras decisiones futuras. Trabajé unos meses para una empresa que no me llenaba nada, en piloto automático, buscando una fórmula mejor para mí. Decidí irme, parar y reflexionar sobre hacia dónde podía redirigir mi vida con más propósito, con un nuevo enfoque para poder adaptar mis limitaciones a mi carrera laboral. Ahí tuve que hacer un cambio de perspectiva. Tocaba parar y reevaluar todo y esta vez lo haría bien.


Al final, tomé una decisión: estudiar farmacia. Desde pequeña siempre había soñado con ser médico o farmacéutica, y quería probar trabajar en algo que realmente me apasionara. Inicialmente, parecía una locura: la decisión fue completamente improvisada y apenas unas semanas atrás me habían operado de la mano derecha. Era pleno febrero y los exámenes de acceso estaban programados para la primavera. Muchos pensaron que era una locura total, que era demasiado pronto después de la operación y con la rehabilitación en curso, que no podría salir bien. Pero con total convencimiento, dije: "¿Por qué no? ¡Incluso si tengo que realizar el examen de forma oral!". Me puse a estudiar, confiando en que para entonces podría escribir con normalidad, y si no, estaba dispuesta a realizar el examen de forma oral. Así de decidida estaba en aquel momento, dispuesta a enfrentar cualquier desafío.


En medio de esta transición, mientras yo estudiaba, él trabajaba por cuenta ajena y aparentemente todo iba bien, aunque nos estábamos distanciando cada vez más. Parecía que él buscaba diversión y evasión de la rutina, quizás de la vida de padre, mientras yo me sumergía en mis estudios en busca de un cambio y mejora personal. Seguía desempeñando mi papel de madre, pero ya no me sentía mujer. Como si solo existiera un papel para mí en esta relación. Me estaba olvidando de mí misma, de él y, él, de mí.


La pandemia nos ofreció un respiro inesperado, un momento para reconectar y fortalecer nuestros lazos. Juntos, enfrentamos los desafíos del confinamiento y toda la incertidumbre que nos supuso, con gran valentía. Volvimos a ser un equipo. Ahí encontramos la belleza en los pequeños momentos de la vida cotidiana, en casa con nuestros hijos. Haciendo deberes, pan, ejercicio, manualidades o juegos en familia. Inventándonos una cena con juegos de mesa a la 1 de la mañana, porque perdimos la noción del tiempo. De hecho, creo que somos de los pocos que recordamos esos meses confinados con cariño y los vemos de forma positiva dentro de lo que cabe, entiéndeme. Nos unió como familia y guardamos bonitos recuerdos, sin restar la gravedad de la pandemia ni olvidar todos los estragos que causó en la sociedad. Pero incluso en medio de ese pequeño halo de luz para nuestra relación, la oscuridad acechaba en las sombras.


Un año después, el cáncer y el fallecimiento de mi abuelo, que como sabéis era mi figura paterna, nos recordaron la fragilidad de la vida y la importancia de valorar cada momento. En medio del dolor y la pérdida, en lugar de aferrarnos el uno al otro con más fuerza que nunca y encontrar consuelo en nuestra mutua presencia, pasó lo contrario. Nos distanciamos aún más. Yo sobrellevando mi duelo por la pérdida de una figura tan importante para mí, él enfrentaba su propio duelo por la pérdida de empleo en aquel mismo momento y la incertidumbre que le generaba esa situación. No pudimos sostenernos el uno al otro.


Incluso el amor más fuerte puede tambalearse ante la adversidad. La distancia emocional y la falta de comunicación nos llevaron al borde del abismo, cada uno perdido en su propio dolor y confusión. Fue entonces cuando tomé la difícil decisión de pedir el divorcio, sintiendo el peso de un amor que se desvanecía entre mis dedos. ¿Qué fue de todos esos años felices? ¿Qué fue de ese amor tan grande y devoción que algún día nos tuvimos? Los siguientes meses fueron duros, seguimos caminos separados, conociendo a otras personas, pero conviviendo bajo el mismo techo. Me sentí anestesiada emocionalmente la mayor parte del tiempo porque estaba estudiando, trabajando, intentando desconectar de la situación y no tenía tiempo para autogestionarme. Hacía las cosas casi en piloto automático y no daba una. Él, por su lado, era una montaña rusa emocional y daba vueltas como pollo sin cabeza, con las emociones hechas un lío. Además, que es muy introvertido y le cuesta expresar sus emociones. Siempre le digo en plan broma, que para ser Virgo y tener su planeta regente en Mercurio, planeta de la comunicación, debía estar retrogradando el día que nació.


Ahora echo la vista atrás y me doy cuenta de que habían tantos duelos juntos que no pudimos o supimos gestionar. Que arrastrábamos cosas del pasado, que nos fallaba la comunicación y la comprensión y que ambos teníamos heridas profundas que sanar. Cada uno navegaba en su propia crisis personal, llevaba la carga de sus pérdidas e intentaba reencontrarse a si mismo. ¿Cómo no supimos hacer equipo? Imagino que él queriendo ignorar la situación porque ya pasaría y yo queriendo hablar, hablar y hablar todo, nos distanciábamos más y construimos muros en lugar de tender puentes. La cuestión es que no supimos entendernos, demasiada confusión. 


Sin embargo, el destino nos ofreció una nueva oportunidad a los pocos meses, nos pusimos una prueba: debíamos sanar y aprender juntos para seguir intentándolo. Aprendimos a comunicarnos, a apoyarnos mutuamente en los momentos difíciles y a celebrar juntos incluso las cosas más pequeñas. Descubrimos que el amor verdadero no es perfecto, pero con paciencia y compromiso, puede superar cualquier obstáculo. Hablar, hacer por entender al otro, trabajar los patrones, las creencias y las heridas que carga cada uno y que no somos conscientes de como puede afectar en nuestros vínculos.


Hoy intentamos hacerlo lo mejor que podemos. Hemos conseguido derribar las barreras de comunicación y hablar más de todo. Intentamos ayudarnos mutuamente, conectar más como pareja priorizando nuestros momentos a solas cuando nos es posible. Intentamos llegar a acuerdos de forma clara y honesta y equilibrar el dar-recibir. Crecer juntos y de forma individual, hacer terapia. Aún así, no existen garantías de que lo nuestro vaya a durar para siempre, pero al menos, no podremos decir que no nos esforzamos en intentarlo.


Nuestra historia es un recordatorio de que el amor es un viaje lleno de altibajos, pero también de momentos hermosos y muy significativos. A pesar de los desafíos y desavenencias que enfrentamos, seguimos eligiéndonos el uno al otro cada día. Porque al final, lo que realmente importa es la fuerza de nuestro vínculo y el amor que compartimos por nosotros y por nuestros hijos. Y así es como reescribimos nuestra historia. 


Awen


Comentarios

Entradas populares